Atrapadas en la Carretera: Una Odisea Inolvidable (2023)


En lugar de dejarnos llevar por el aburrimiento de un vuelo directo de Buenos Aires a Lima para nuestras tan ansiadas vacaciones, Lau, con su espíritu aventurero que parecía salido de una película de acción, propuso hacer una parada en la misteriosa empresa de su padre en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. La única trampa era que no había vuelos disponibles para las fechas que queríamos. Así que, como cualquier dúo dinámico, decidimos lanzarnos a la aventura por tierra.

Nuestra primera parada fue Jujuy, un lugar tan encantador que incluso las piedras en las carreteras parecían sonreírnos. Pero, ¡sorpresa!, no había vuelos para Santa Cruz de la Sierra. Sin preocupaciones, nos instalamos en una cabaña con un amanecer tan hermoso que ni el apunamiento pudo arruinarlo. Bueno, sí lo intentó, pero con una taza de té de coca en una mano y la otra en la frente, luché como una guerrera contra el maléfico mal de altura.
Recuperada y lista para más desafíos, decidimos explorar el pueblo. El dueño de la cabaña, nuestro héroe local, nos recomendó una deliciosa comida que resultó ser a base de alpaca. ¡Oh, el dilema! Mis principios éticos animalísticos entraron en conflicto, ¿Cómo podíamos comernos a esas criaturas tan adorables? Optamos por olvidar la sugerencia y continuamos rumbo hacia La Quiaca. Pero, ¿qué hacer después de esa pequeña controversia culinaria? ¿Ir de compras por el pueblo? ¡Claro que sí!
Así que, con una mezcla de curiosidad y estómagos hambrientos, nos aventuramos por las pintorescas calles del pueblo. La gente local nos saludaba con sonrisas, y el ambiente acogedor nos hizo olvidar temporalmente la aventura que teníamos por delante.
Caminamos por tiendas coloridas, donde las artesanías y souvenirs competían por capturar nuestra atención. Lau, siempre entusiasta, comenzó a regatear con un vendedor de textiles, mientras yo me perdía entre las fragancias de incienso que flotaban en el aire. Después de un tiempo, nos topamos con una pequeña plaza, donde los lugareños disfrutaban de la tarde. Había música, risas y niños correteando.
Encontramos una pequeña cafetería que prometía ser la cuna del mejor café de la región, y decidimos hacer una pausa. Mientras nos entregábamos al placer de nuestras bebidas, caímos en la cuenta de que eran estos momentos inesperados los que convertían los viajes en algo inolvidable. Intercambiamos risas, historias y, por supuesto, nos embarcamos en la misión de capturar fotos dignas de Instagram. ¡Ah, pero eso no era tan fácil en aquel entonces! Nuestros celulares, que en su mejor momento solo tenían el juego de la viborita, también alardeaban de una cámara de 2 megapíxeles (¡una novedad tecnológica, créanlo o no!). ¡Y así, desafiando las limitaciones de la tecnología de la época, hicimos que cada píxel contara en nuestra búsqueda por la foto perfecta!
Con las energías recargadas, fuimos rumbo a la terminal de autobuses, recordando que la tecnología de la época no nos brindaba la comodidad de Google Maps. ¡Nosotros confiábamos en un mapa de papel y nuestra intuición aventurera!
En el camino, mis pulmones decidieron organizar una pequeña revuelta en contra de la altitud, pero ahí estaba Lau, la intrépida, como si estuviera dando un paseo por el parque. Mientras yo luchaba por cada bocanada de oxígeno.
Finalmente, llegamos a la terminal de autobuses en la Quiaca, y, como si el universo estuviera jugando a hacernos reír, nos topamos con un micro tan antiguo que bien podría tener su propia cuenta de TikTok retro. ¡Imaginen eso, un bus con más años encima que las zapatillas de tu abuela, listo para ser la sensación en las redes sociales de la nostalgia! Y así, con pulmones aún protestando y un autobús que estaba en sus días de gloria hace décadas, compramos boletos para Santa Cruz y continuamos nuestra épica odisea por tierras inexploradas.
El viaje ya pintaba como una montaña rusa de emociones, con gallinas como nuestras inesperadas compañeras de asiento y pasajeros que, sinceramente, realizaban maniobras imposibles con maestría gracias a nuestro conductor.
Pero agárrate, porque aquí viene la trama emocionante: ¡la Carretera de la Muerte! Con mis miedos a las alturas alcanzando niveles épicos, cada curva se convirtió en una aventura matemática digna de un examen final. El conductor y su amigo se reían como si estuvieran en un espectáculo de comedia, masticando hojas de coca como si fuera el snack más casual del mundo.
Mientras ellos disfrutaban del viaje como si estuvieran en un parque de diversiones, yo, en cambio, sudaba como si estuviera participando en un concurso de sauna extrema. Cada giro y vuelta de la carretera parecía desafiar todas las leyes de la física, y mi mente se sumergió en una vorágine de cálculos y ecuaciones para calcular la probabilidad de salir ilesa de cada maniobra temeraria.
Mientras tanto, mis súplicas para que el conductor tomara en serio la situación fueron recibidas con risas y bromas. El trayecto se volvía cada vez más surrealista, con la realidad superando cualquier expectativa que hubiera tenido sobre la Carretera de la Muerte. En ese momento, deseaba estar en cualquier otro lugar que no fuera en ese autobús que parecía desafiar las leyes de la gravedad con cada curva.
La tensión alcanzó su punto máximo cuando nos dijeron que debíamos bajar del micro porque el camino era demasiado estrecho y peligroso. Estábamos en medio de la nada, con un precipicio a un lado y mi ansiedad por las nubes. Fue en ese momento crítico cuando una pasajera, que estaba vestida con un traje autóctono y trenzas hermosas, se acercó con una rama de hojas para abanicarme, intentando aliviar mi angustia. Agradecí su gesto, aunque mi mente estaba concentrada en la difícil situación que teníamos por delante. Mientras permanecía de costado, observé cómo la gente hablaba en voz alta, todos con la mirada fija en el micro, intentando pasar por ese estrecho camino.
Con cada movimiento, la tensión aumentaba. Una rueda quedó suspendida en el aire, y yo rezaba para que no se desplomara. La situación era extremadamente riesgosa. Cuando finalmente el micro logró superar el desafío sin caerse, todos volvimos a subir. Aunque no quería continuar, nos encontrábamos en medio de la nada, sin más opción que seguir adelante. La incertidumbre y la adrenalina nos acompañaban en esta travesía.
La escena se volvía más oscura que una película de terror. No estoy segura si mis ojos se llenaron de lágrimas de desesperación o si mi mente decidió hacer una pausa dramática. Después de lo que parecieron diez minutos más largos que una cola en la feria, el micro frenó de golpe. Todos nos bajamos con la expectativa palpable y miramos hacia adelante. ¡Zas! ¡La desolación nos dio una bofetada de realidad! No había puente. Las intensas lluvias y la crecida del río se habían llevado el puente por delante como si fuera el último pedazo de torta en una fiesta.
Ahí estábamos, en el epicentro de la nada, dos grupos de personas de otros micros, todos varados como cangrejos en una olla sin agua, sin la más mínima posibilidad de cruzar esa locura. Algunos audaces aseguraban que intentarían cruzar con sus valijas. ¡Sí, con sus valijas! No sé qué estrategia tenían en mente, pero el agua corría más rápido que un canguro con prisa y había piedras grandes que parecían salidas de un videojuego de obstáculos extremos.
La opción más sensata era claramente un helicóptero, ¿no? Pero no, muchos de estos delirantes afirmaban con seriedad que pronto aterrizaría uno. En medio de nuestro propio reality show del fin del mundo, sin señal en los celulares y en un silencio comparable al susurro de una biblioteca de abuelita, nos enfrentamos a la incertidumbre total. Era como si nos hubieran lanzado al set de una película de supervivencia.
Decidí tirarle la propuesta a Lau, de que saquemos nuestras valijas del micro, con la brillante estrategia de decir que llevábamos comida adentro y que moríamos de hambre. ¡Qué jugada maestra! Nosotras dos, en medio de ese desfile de hombres con miradas extrañas y silbidos tan fuera de tono que parecían sirenas desafinadas. El miedo nos abrazaba como esas películas de suspenso que te hacen saltar del asiento.
Sin tener idea de qué hacer y con el prospecto de pasar la noche allí volviéndose cada vez más aterrador, la luz de la inspiración iluminó mi mente. Le susurré a Lau que me pasara 100 dólares, lo cual, sinceramente, era más que el precio de una entrada VIP a un concierto de unicornios, pero en ese momento la desesperación y el miedo eran como un desfile de elefantes en mi cabeza, y nada tenía sentido.
Había un par de autos a lo lejos, y noté que uno logró retroceder y alejarse. ¡Buena elección! Porque los micros, al parecer, eran tan buenos retrocediendo como yo lo soy bailando ballet. Entonces, con cara de angustia y desesperación digna de un drama de Hollywood, me acerqué a esos dos últimos autos y les imploré si podrían llevarnos de regreso a la civilización. Uno dijo un rotundo "no" a pesar de mi oferta tentadora de 100 dólares, y en el otro, una familia parecía estar debatiéndose entre la generosidad y la claustrofobia. Finalmente, sucumbieron a la tentación de nuestros billetes y dijeron que sí. ¿Qué nos importaba el dinero en ese momento? ¡Estábamos a punto de abandonar ese lugar infernal!
El chofer, con un poco de vergüenza, nos confirmó que sí nos llevaría por la mitad del precio pactado. Agradecidas y aliviadas, subimos al taxi más caro de nuestras vidas, pero al menos estábamos saliendo de ese apuro. Pedimos que nos dejaran en el mejor hotel del lugar, y nos dejaron en la entrada a una galería. ¿Por qué? Bueno, esa es otra historia que prometo contar pronto. ¡Y así, escapamos del apocalipsis del micro y nos aventuramos hacia el siguiente capítulo de nuestras desventuras!

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